jueves, 3 de julio de 2014

, la señora Guyón

 


la señora Guyón doscientos años antes en la Iglesia Católica. Estos creyentes empezaron a conducir conferencias en Alemania, Inglaterra y otros países, que llegaron a ser el comienzo de lo que hoy se conoce como

  



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Título del original francés, Vie de Madame Guyon
Traducción, hijo mayor de Epafrodito
“Que la luz del Eterno brille sobre ti, querida madre”
La versión bíblica usada corresponde a Reina Valera Actualizada 1994.
En ocasiones se ha utilizado la versión de Reina Valera Actualizada 1960.
Primera impresión, diciembre 1998
Círculo Santo
Madrid
Traducida de la versión:
Scanned from the edition of Moody Press, Chicago
by Harry Plantinga,
Bienvenido a la historia. Está usted a punto de leer a uno de los
escritores más loados de su época. Jeanne Guyon está considerada,
después de William Shakespeare, uno de los autores más
considerados del siglo XVII. Cuando se trata de biografías, como es el
caso que nos ocupa, la narración en primera persona se considera
por lo general la más auténtica y leal a los hechos. Actualmente
existen biografías de Madame Guyon narradas en tercera persona,
pero, ora tienden a exagerar los hechos, cediendo ante una excesiva
subjetividad personal, ora pervierten aquellos sucesos que
verdaderamente marcaron la vida del sujeto.
Hay otro punto que debemos mencionar, y es que existen
muchos que encuadran vidas, como la que va a leer, bajo el anatema
de “misticismo”. Debemos tener mucho cuidado con ese término. Han
sido precisamente los que nunca entraron en una resignación y en
una profunda relación con Jesucristo, aquellos que aplicaron a ese
vocablo el significado que todos, inconscientemente, tenemos;
aquellos que vivieron, o intentaron vivir, con un Dios cercano y real,
nunca hubieran pensado que estaban viviendo algo denominado
“misticismo”, aunque incluso hiciesen referencia a este vocablo en
sus escritos. Jeanne Guyón, por ejemplo, ha sido enmarcada - quizás
conscientemente, quién sabe - en un movimiento denominado
“quietismo”, incluido en el misticismo; pero, como va usted a poder
comprobar, ella siempre estuvo precisamente muy en contra de todo
lo que tuviera que ver con levitaciones, éxtasis, y visiones. No
obstante, sus escritos fueron revisados por autoridades eclesiásticas
de su época, y condenados. Sopese usted también, pero hágalo con
ojos espirituales, no vaya a ser que se convierta en una segunda
inquisición, sin saberlo. No es el texto en sí, sino el corazón que
encierra esta narración. Tenemos que mirar un poco más allá, y
extraer la verdad espiritual que otros hermanos nos han legado, y
que, en el caso que nos ocupa, deja tras sí una vida llena de
vituperios, persecución, peligro,... y desnudez.
Pero puede que no esté preparado para muchas de las cosas que
se mencionan en este manuscrito. No se preocupe. Él es fiel para
guiarle al conocimiento de Aquel que le sacó de las tinieblas a Su luz,
sin necesidad de libro alguno. Así es. Este libro es un apoyo y una
ayuda sólo para ciertas almas que han entrado en cierto buscar y
anhelo espiritual.
4
Otra cosa. Si es usted un alma apasionada y de natural
encendida, es posible que a medida que vaya leyendo, se levante en
su interior cierta envidia, e incluso se sienta tentado a culparse de
ciertas cosas. No es esa la intención de este texto. Su autora, sobre
todas las cosas, deseaba mostrar la bajeza y debilidad en que
continuamente se encontraba. Siempre estaba remitiendo a Dios las
obras de caridad y demás actos bondadosos que Dios le permitía
realizar, y esto ha de escucharlo con el corazón, no con la cabeza,
como un leve susurro que dice: soy Yo el que es Bueno y Bondadoso,
no tú; soy Yo el que obra en ti tanto el hacer como el querer, no tú;
soy Yo el Redentor y el Salvador de tu alma, no tú. ¿Quién se acordó
de ti en el día de tu tribulación? Yo, el que Soy.
Y hay muchos que tardan toda una vida aprender esta verdad.
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Jeanne-Marie Bouvier de la Motte
Aclamada mística del siglo diecisiete; nacida en Montargis, en la
región del Orleans, el 13 de abril de 1648; muerta en Blois, el 9 de
junio de 1717. Su padre era Claude Bouvier, uno de los procuradores
del tribunal de Montargis. De una delicada y sensible constitución,
estuvo muy enferma durante su niñez y su educación fue muy
descuidada. Con apenas dieciséis años de edad la hicieron casarse
con un hombre veintidós años mayor que ella. Sufrió persecución a
manos de los religiosos de su época, al punto de sufrir más de ocho
años de calabozo, siete de ellos en Bastilla.
Despreciada, apreciada, insultada y loada. Alguien ha escrito de
Guyon que era una niña que venía de otro mundo, traída por ángeles
con un propósito.
Han tachado su doctrina de locura, y de ser una enseñanza
ajena a los principios de las Escrituras, y actualmente sus escritos
están en el Índice católico de “obras heréticas”.
Por primera vez en español se presenta la biografía de una de las
vidas más controvertidas de los últimos cuatro siglos de cristianismo.
“LA LUZ EN LAS TINIEBLAS RESPLANDECE, Y LAS TINIEBLAS
NO PREVALECIERON CONTRA ELLA”
(Juan 1:5)
7
I
E
xistieron omisiones de importancia en la anterior narración de
mi vida. Gustosamente cumplo con su deseo, al darle una relación
más circunstancial; aunque el trabajo parece ser más bien doloroso,
pues no puedo utilizar del mucho estudio o reflexión. Mi más ardiente
deseo es pincelar con colores genuinos la bondad de Dios hacia mí, y
la profundidad de mi propia ingratitud. Pero es imposible, ya que un
sin número de pequeñas situaciones han escapado a mi memoria.
Además, usted me ha expresado el hecho de que no tengo por qué
darle una minuciosa relación de mis pecados. No obstante, intentaré
dejar fuera del tintero tan pocas faltas como sea posible. De usted
dependo para que la destruya, una vez que su alma haya absorbido
aquellas ventajas espirituales que Dios haya dispuesto, y a cuyo
propósito quiero sacrificar todas las cosas. Estoy plenamente
convencida de Sus designios hacia usted para la santificación de
otros, y también para su propia santificación.
Permítame cercionarle de que esto no se obtiene, salvo a través
de dolor, sufrimiento y trabajo, y será alcanzado a través de una
senda que decepcionará profundamente sus expectativas. Aun así, si
está completamente convencido de que es sobre la esterilidad del
hombre que Dios establece sus mayores obras, en parte estará
protegido contra la decepción o la sorpresa. Destruye para poder
edificar; pues cuando Él está a punto de poner los cimientos de Su
sagrado templo en nosotros, primero arrasa por completo ese vano y
pomposo edificio que las artes y esfuerzos humanos han erigido, y de
sus horribles ruinas una nueva estructura es formada, sólo por su
poder.
Oh, que pueda comprender la profundidad de este misterio, y
aprender los secretos de la conducta de Dios, revelados a los bebés,
pero escondidos de los sabios y grandes de este mundo, que se creen
a sí mismos los consejeros del Señor, capaces de penetrar en Sus
procederes, y suponen que han obtenido esa divina sabiduría, oculta
a los ojos de todos aquellos que viven en el yo, y de los que están
envueltos en sus propias obras. Quienes a través de un vivo ingenio y
elevadas facultades se encaraman al cielo, y creen comprender la
altura, profundidad y anchura de Dios.
Esta sabiduría divina es desconocida, incluso para aquellos que
pasan por el mundo como personas de extraordinario conocimiento e
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iluminación. ¿Quién la conoce entonces, y quién nos puede revelar
algunas de sus incógnitas? La destrucción y la muerte nos aseguran
haber escuchado con sus oídos acerca de su fama y renombre. Es
pues, muriendo a todas las cosas, y estando verdaderamente
perdidos en cuanto a ellas, siguiendo adelante hacia Dios, y
existiendo sólo en Él, que alcanzamos algún saber de la sabiduría
verdadera. Oh, qué poco se sabe de sus caminos y de sus tratos para
con sus muy electos servidores. A lo poco que descubrimos algo de
ella, nos sorprendemos de la disimilitud existente entre la verdad
recién descubierta y nuestras previas ideas acerca de ella, y
clamamos junto a San Pablo: «¡Oh profundidad de las riquezas de la
sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus
juicios, e inescrutables sus caminos!» El Señor no juzga las cosas a la
manera de los hombres, que llaman al mal bien y al bien mal, y
tienen por justo lo que es abominable a sus ojos, cosas que, según el
profeta, Él considera sucios harapos. Someterá a estricto juicio a
estos que se justifican a sí mismos, y como los fariseos, serán más
bien objetos de su ira, en vez de objetos de Su amor, o herederos de
Sus recompensas. ¿No es el propio Cristo quien nos asegura que «si
nuestra justicia no fuere mayor que la de los escribas y de los
Fariseos, no entraremos en el reino de los cielos?» ¿Y quién de entre
nosotros se acerca siquiera a ellos en justicia?; o, si vivimos en la
práctica de virtudes, aun muy inferiores a las suyas, ¿no somos diez
veces más ostentosos? ¿Quién no se agrada en contemplarse a sí
mismo como justo ante sus propios ojos, y ante los ojos de los
demás? O, ¿quién es el que duda que tal justicia basta para agradar a
Dios? Sin embargo, vemos la indignación de nuestro Señor
manifestada contra tales. Aquel que fue el patrón perfecto en ternura
y mansedumbre, aquella que fluye de lo profundo del corazón, y no
aquella mansedumbre disfrazada que, bajo forma de paloma, esconde
en realidad un corazón de halcón. Él se muestra severo únicamente
con estas personas que se justifican, y los deshonró en público. Qué
extraña paleta de colores utiliza para representarlos, mientras que
sostiene al pobre pecador con misericordia, compasión y amor, y
declara que sólo por ellos hubo Él de venir, que era el enfermo el
necesitado de médico, y que Él sólo vino a salvar la oveja perdida de
la casa de Israel.
¡Oh Tú, Manantial de Amor! ¡Pareces en verdad tan celoso de la
salvación de los que has comprado, que prefieres el pecador al justo!
El pobre pecador se ve vil y miserable, de alguna forma restringido a
detestarse a sí mismo, y viendo que su estado es tan horrible, se echa
9
en su desesperación en los brazos de su Salvador, y se zambulle en la
fuente sanadora, y sale de ella «blanco como la nieve». Confundido
entonces por su anterior estado de desorden, sobreabunda de amor
hacia Él – el cual teniendo todo el poder, tuvo también la compasión
de salvarle –, siendo el exceso de su amor proporcional a la
enormidad de sus crímenes, y la plenitud de su gratitud a la
extensión de la deuda saldada. El que se justifica a sí mismo,
apoyándose en las muchas buenas obras que imagina ha hecho,
parece sostener la salvación en su propia mano, y considera el cielo
una justa recompensa a sus méritos. En la amargura de su celo
exclama contra todos los pecadores, y perfila las puertas de la
misericordia cerradas contra ellos, y el cielo un lugar al que no tienen
derecho. ¿Qué necesidad tiene tales auto justificados de un Salvador?
Ya tienen la carga de sus propios méritos. ¡Oh, cuánto tiempo
acarrean la carga lisonjera, al tiempo que los pecadores, despojados
de todo, vuelan con presteza en alas de la fe y del amor hacia los
brazos de su Salvador, que sin coste alguno les otorga lo que
gratuitamente ha prometido!
¡Cuán llenos de amor y de justicia propios, y cuán vacíos del
amor de Dios! Se estiman y admiran a sí mismos en sus obras de
justicia, y creen que son una fuente de felicidad. Tan pronto como
estas obras son expuestas al Sol de Justicia, y descubren que todas
están llenas de impureza y vileza, se inquietan en sobremanera.
Mientras, la pobre pecadora, Magdalena, es perdonada porque ama
mucho, y su fe y amor son aceptados como justicia. El inspirado
Pablo, quien tan bien entendió estas grandes verdades y tanto las
investigó, nos asegura que «su fe le fue contada por justicia» (Rom
4:22). Esto es en verdad precioso, pues es cierto que todas las
acciones de aquel santo patriarca fueron estrictamente justas;
empero, no viéndolas así, y libre del amor hacia ellas, y despojado de
egoísmo, su fe fue fundada sobre el Cristo venidero. Esperó en Él
incluso en contra de la esperanza misma, y esto le fue tenido en
cuenta como justicia, una pura, simple y genuina justicia, obrada por
Cristo, y no una justicia obrada por sí mismo, y tenida como suya
propia.
Puede usted pensar que esto es una grave disgresión del asunto,
sin embargo nos guía sin remedio hacia él. Nos muestra que Dios
lleva a cabo Su obra, bien en pecadores convertidos, cuyas pasadas
iniquidades sirven de contrapeso a su encumbramiento, bien en
personas cuya justicia propia Él destruye, derrocando el orgulloso
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edificio que habían levantado sobre un cimiento arenoso, en vez de en
la Roca... CRISTO.
La instauración de todos estos fines, para cuyo propósito vino Él
al mundo, se efectúa por el aparente derribo de esa misma estructura
que en realidad ha de erigir. Por unos medios que parecen destruir
Su Iglesia, Él la establece. ¡De qué extraña forma funda Él la nueva
Casa de Socorro y le da Su beneplácito! El propio Legislador es
condenado por los versados e insignes como un malhechor, y muere
una muerte ignominiosa. Oh, que entendamos totalmente cuán
opuesta es nuestra propia justicia a los designios de Dios... sería un
asunto de humillación sin fin, y deberíamos de tener una profunda
desconfianza de lo que en este momento constituye el todo de nuestra
dependencia.
Partiendo de un amor justo, propio de Su supremo poder, y un
celo benigno hacia la humanidad, que se atribuye a sí misma los
dones que Él mismo le otorga, le complació tomar una de las más
indignas criaturas de la creación, para hacer patente el hecho de que
Sus gracias son producto de Su voluntad, no los frutos de nuestros
méritos. Es característico de Su sabiduría destruir lo que es
construido con orgullo, y construir lo que está destruido; hacer uso
de cosas débiles para confundir lo poderoso, y emplear para Su
servicio aquello que parece vil y despreciable.
Él hace esto de una forma tan sorprendente, que llega a
convertirles en el objeto de la burla y el desprecio del mundo. No es
con el fin de atraer sobre ellos la aprobación pública que Él les hace
instrumento para salvación de otros; sino para hacerles objeto de
disgusto y súbditos de sus insultos, como usted verá en esta vida
sobre la que me ha instado usted a que escriba sin demora.
11
II
N
ací el 18 de Abril de 1648. Mis progenitores, en particular mi
padre, eran en extremo piadosos; pero para él era algo hereditario.
Muchos de sus antepasados fueron santos.
Mi madre, en el octavo mes, debido a un susto tremendo, abortó
accidentalmente. Existe la creencia generalizada de que un niño
nacido en un mes así no puede sobrevivir. En realidad estuve tan
enferma, justo tras mi alumbramiento, que todos los que me
atendieron perdieron la esperanza de que viviera, y temían pudiese
morir sin recibir el bautismo. Al percibir algunos síntomas de
vitalidad, corrieron a informar a mi padre, que de inmediato trajo un
sacerdote; pero al entrar en la cámara les dijeron que aquellos
síntomas que habían levantado sus esperanzas eran únicamente
manotazos de un cuerpo que expiraba, y que todo había terminado.
Tan pronto como mostraba de nuevo signos de vida, otra vez
recaía, y permanecí tanto tiempo en un estado incierto, que
transcurrió cierto tiempo hasta que pudieron encontrar una
oportunidad adecuada para bautizarme. Continué muy enferma
hasta que tuve dos años y medio, que fue cuando me enviaron al
convento de las Ursulinas, donde permanecí unos cuantos meses.
Al regresar, mi madre se negó a prestar la debida atención a mi
educación. No era muy aficionada a las hijas y me abandonó
completamente al cuidado de los sirvientes. En realidad podría haber
sufrido severamente por su falta de atención hacia mí si la
todopoderosa Providencia no hubiera sido mi protectora, porque
debido a mi vivacidad tuve varios accidentes. Me caí varias veces a un
profundo sótano en el que guardábamos nuestra leña; sin embargo
siempre salía ilesa.
La Duquesa de Montbason llegó al convento de los Benedictinos
cuando yo tenía unos cuatro años. Cultivaba una gran amistad con
mi padre, y éste obtuvo permiso para que yo pudiera ir al mismo
convento. Ella se deleitaba de manera peculiar al ver mis retozos y
prestaba cierta dulzura para con mi conducta exterior. Me convertí en
su constante compañera.
12
Fui culpable de frecuentes y peligrosas irregularidades en esta
casa, y cometí serias faltas. Tenía buenos ejemplos ante mí, y siendo
por naturaleza inclinada a ello, los seguía si no había nadie para
corregirme. Me encantaba oír hablar de Dios, estar en la iglesia, y el
ir vestida de atuendo religioso. Me contaban los terrores del Infierno,
que yo creía tenían la intención de intimidarme de lo inquieta que
era, y por lo llena que estaba de un tanto petulante brío que ellos
denominaban ingenio. A la noche siguiente soñaba con el Infierno, y
aunque era tan joven, el tiempo nunca ha sido capaz de borrar las
terribles ideas impresas en mi imaginación. Todo era una horrible
oscuridad, donde las almas eran castigadas, y mi lugar entre ellas
estaba señalado. Con esto lloraba amargamente, y clamaba: “Oh, mi
Dios, si tienes misericordia de mí, y me perdonas un poco más,
nunca más te volveré a ofender”. Y tú, oh Señor, en misericordia oíste
mi llanto, y derramaste sobre mí fuerza y valor para servirte, de una
forma fuera de lo común para alguien de mi edad. Quise ir a
confesarme en privado, pero, como era pequeña, la encargada de los
internos me llevó al sacerdote, y se quedó conmigo mientras era
escuchada. El confesor se sorprendió mucho cuando le mencioné que
tenía teorías en contra de la fe, y se empezó a reír y a preguntar
cuáles eran. Le dije que hasta entonces dudaba que existiera un
lugar como el Infierno, y que suponía que mi superiora me había
hablado de él con el único propósito de hacerme buena, pero que mis
dudas ya se habían disipado. Tras la confesión mi corazón se
encendió con cierto fervor, y al momento tuve el deseo de sufrir
martirio. Para entretenerse, y para ver hasta que punto este aumento
de fervor me habría de llevar, las buenas chicas de la casa me
rogaron que me preparara para el martirio. Encontré gran fervor y
deleite en la oración, y estaba convencida de que este ardor, siendo
tan novedoso como agradable, era prueba del amor de Dios. Esto me
inspiró con tal coraje y resolución que esperaba con impaciencia su
proceder, para que por medio de ello pudiera entrar en Su santa
presencia. ¿Pero no había una latente hipocresía aquí? ¿No era que
imaginaba que sería posible que no me mataran, y que tendría el
mérito del martirio sin sufrirlo? A primera vista parece que sí que
había algo allí de esta naturaleza. Colocada sobre un paño extendido
para la ocasión, y viendo detrás de mí una larga espada levantada
que habían preparado para comprobar hasta donde me llevaría mi
ardor, grité: “¡Esperad, no es bueno que haya de morir sin obtener
primero el permiso de mi padre!” Habiendo dicho esto fui reprendida
con presteza; me dijeron que podía levantarme y escapar de allí, y que
ya no era más un mártir. Estuve mucho tiempo desconsolada, y sin

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